Un año después de la Dana, la tragedia que arrasó con hogares, calles y vidas en la Comunidad Valenciana sigue dejando huella. 229 personas perdieron la vida en uno de los episodios más devastadores que se recuerdan en nuestro territorio. Y lo más doloroso es que la tragedia no solo fue natural, también fue política.
La gestión institucional falló estrepitosamente. La Generalitat Valenciana no supo alertar a tiempo a la población. Las alarmas llegaron tarde, sin instrucciones claras, sin advertencias reales del peligro inminente. ¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI, con sistemas de comunicación avanzados, no se emitiera un mensaje directo y urgente que salvara vidas?
La Confederación Hidrográfica del Júcar tampoco estuvo a la altura. Los barrancos crecieron sin control, sin vigilancia, sin limpieza previa. Muchos cauces estaban obstruidos, abandonados, convertidos en trampas mortales. ¿Dónde estaban los planes de mantenimiento? ¿Dónde las inversiones prometidas? ¿Dónde la responsabilidad de prevenir lo que era previsible?
El Gobierno del Estado, lejos de tomar las riendas de la emergencia, se mantuvo en la distancia. Los medios necesarios para atender a la población llegaron tarde o no llegaron. Las fuerzas de seguridad actuaron por iniciativa propia, sin coordinación ni respaldo institucional. La ayuda real vino de vecinos, amigos, asociaciones… no de quienes ostentan el poder.

Un año después, los responsables siguen tirándose las culpas unos a otros, escudándose en competencias, informes y tecnicismos. Nadie asume responsabilidades políticas. Nadie dimite. Nadie da la cara. Mientras tanto, las familias siguen viviendo entre humedades, muebles sin reponer y heridas emocionales que no cicatrizan.
Muchas viviendas siguen sin estar completamente reparadas. Hay cocinas sin terminar, puertas que aún no se han podido sustituir, electrodomésticos prestados que siguen funcionando como parche. Las ayudas institucionales han sido insuficientes, lentas y, en muchos casos, mal gestionadas. Las promesas de obras hidráulicas, limpieza de barrancos y mejora de infraestructuras siguen en el aire. Los planes de emergencia no se han revisado.
La tragedia también ha puesto en evidencia la falta de planificación urbanística. Se siguen construyendo viviendas en zonas inundables, sin estudios de riesgo, sin medidas de contención. Los planes de emergencia, cuando existen, son papel mojado. No hay simulacros, no hay formación ciudadana, no hay protocolos claros. Y cuando llega el desastre, todo se improvisa.
El impacto fue especialmente cruel con las personas mayores, los enfermos y las familias con pocos recursos. Muchos ancianos quedaron atrapados en sus casas, sin posibilidad de pedir ayuda, sin luz, sin medicamentos. Personas con movilidad reducida vivieron horas de angustia sin poder salir ni ser evacuadas. Familias que ya vivían con lo justo perdieron lo poco que tenían: colchones, ropa, alimentos, electrodomésticos… y no tenían medios para reponerlos. La desigualdad se hizo más visible que nunca. Quienes menos tenían, fueron quienes más sufrieron. Y quienes más necesitaban apoyo, fueron quienes más tarde lo recibieron.
Pero frente a la inacción de las instituciones, el pueblo respondió con una fuerza admirable. Mientras los despachos se llenaban de excusas, la ciudadanía se echó la pala a la espalda. Voluntarios de todas partes acudieron a ayudar, a limpiar, a consolar. Se organizaron recogidas de alimentos, se repartieron comidas calientes, se ofrecieron hogares, se compartieron lágrimas y abrazos. Esa solidaridad espontánea fue el verdadero salvavidas de muchas familias. Solo el pueblo salva al pueblo. Y esa frase, que resonó en las calles embarradas, sigue siendo hoy más cierta que nunca.

No podemos olvidar tampoco el impacto emocional en los más pequeños. Niños que vieron su casa destruida, que perdieron sus juguetes, sus libros, su rutina. Que vivieron entre barro, humedad y miedo. Que dejaron de ir al colegio, que se separaron de sus amigos, que aprendieron demasiado pronto lo que significa perderlo todo. Las consecuencias psicológicas y educativas de esta experiencia aún no se han medido, pero están ahí, silenciosas, profundas. Y nadie habla de ellas.
Esta Dana no solo arrastró coches y enseres. También se llevó por delante la confianza en un sistema que debía protegernos. Y dejó al descubierto la fragilidad de una política cada vez más alejada de las necesidades reales de la gente. Una política que actúa tarde, que no escucha, que no previene, que no repara.
Un año después, la memoria de la Dana no debe caer en el olvido. No solo por lo que destruyó, sino por lo que reveló. Porque si no aprendemos de lo vivido, estaremos condenados a repetirlo. Y la próxima vez, puede que el agua no solo arrastre casas… sino también la esperanza de quienes aún creen que otro modelo de gestión es posible. Porque cuando todo falla, solo el pueblo salva al pueblo. Y eso, un año después, sigue siendo la única verdad que nos sostiene.
A todas las 229 personas que perdieron la vida aquel día, a sus familias, y a quienes lo perdieron todo entre el agua y el barro: no os olvidamos. Vuestra memoria vive en cada gesto de solidaridad, en cada reconstrucción, en cada palabra que se alza para exigir justicia. Un año después, seguimos aquí, recordando, cuidando, y diciendo alto y claro: solo el pueblo salva al pueblo.

